El último emperador

Domina como pocos la dialéctica de lo lleno y lo vacío, la transparencia del peso hecho atmósfera

Guillermo García-Alcalde.

Exposición ‘Arborescencias’

Hablando de escultura canaria, el último emperador se llama Leopoldo. Su obra reciente seguirá hasta el final de enero en la Galería de la Fundación Mapfre- Guanarteme de Las Palmas, para ir después a la de La Laguna. Visitarla es comprender la confluencia del apellido con el liderazgo simbólico de una plástica que, por fortuna, ratifica en la infatigable creatividad de Martín Chirino su referencia suprema. Leopoldo tiene mucho de este gran maestro, absorbido y transformado al calor de un vínculo casi paterno-filial. No hablo, por tanto, de relación profesoral, sino de inducción espontánea. En la trayectoria del más joven, que ha pasado del plano al volumen con escala en la pura luz -sus neones de los ochenta- hay huellas personalizadas de los sólidos sin peso de Brancusi, las estilizaciones de Giacometti y, por fin, la rítmica fusión de forma y espacio de Chirino, el genio que hace volar las masas compactas. Las significativas esculturas urbanas de Emperador, como las ubicadas en recintos públicos, dan fe del “hierro en vuelo” que es emblema de Chirino, pero lo hacen con una voz netamente personal. El argumento de autoridad de ese lenguaje inconfundible está en Arborescencias, que así se llama la muestra actual. La plasticidad del hierro candente, torcido y modelado a mano como en las fraguas que remiten a la noche de los tiempos, refunda en la pura abstracción ciertas formas vegetales y las llena de novedad, como libre gesto ideador solidificado en una original concepción del espacio. Ignoro si, más allá de la feliz probatura de un grado más en la evolución del objeto artístico, el objetivo es la belleza. Séalo, o no, este imaginario de raíces, troncos, ramas y hojas comunica el grave misterio de la belleza, su acento menos esteticista.

Emperador domina como pocos la dialéctica de lo lleno y lo vacío, la transparencia del peso hecho atmósfera, la palabra decisiva del aire y de la luz en la vida del oscuro material nacido en la incandescencia. Sus grandes formatos y sus piezas medias están emparentadas por una afinidad genética que cabe definir como “metáfora de la figuración”. La mirada no descubre en ellas una referencia estable, sino justamente lo que intuye. Esa potencial diversidad contiene el pulso abarcador de la obra de arte y sella el nexo de la expresividad creativa con la emoción espectadora. Cuando el individuo percibe que el artista le habla directamente a él y no a todos de manera indistinta, la mirada se hace sintiente, como nos explicaba el grande e inolvidable José Luis Gallardo. Y esa manera, esa noción del sentir, es la que identifica al Arte como elemento inseparable de la condición humana. Por ello me atrevo a asimilar el apellido de Leopoldo Emperador a su posición entre los escultores vivos de Canarias. Justamente el primer lugar después del escultor Martín Chirino.